LOS GATOS DEL BLOG

Como empiezan a ser multitud, he decidido dedicar una entrada a esos seres elásticos y sigilosos que, cada vez más, proliferan por este espacio virtual. Los primeros llegaron tímidamente, hace ya varios meses; los últimos se han incorporado en las pasadas semanas y ocupan un lugar de honor. Como el gato melancólico encaramado a la rama de un árbol que otea el horizonte debajo de la luna llena y debajo, también, del título de este blog. Lo presentaré para los que no lo conozcan: se trata de Gato en el claro de luna de Théophile Alexandre Steinlen, pintor y litógrafo francosuizo de finales del XIX.


Steinlen es archiconocido, incluso para los que no lo han oído nombrar, por ser el creador del emblemático gato negro que sirvió de reclamo al cabaret parisino del mismo nombre. Todo turista que se precie regresa de la Ciudad de la Luz trayendo en su maleta al célebre gato de Steinlen impreso en una camiseta, una postal o un cacharrito de cerámica. Steinlen era un extraordinario cartelista, dejó un vívido testimonio de la vida de la gente humilde de su época y estaba, por si a alguien le cabe aún la menor duda, absolutamente enamorado de los gatos. Los dibujó y grabó incansablemente, en escenas amables e inquietantes, en solitario y en grupo, entre congéneres y con humanos, con niños y con adultos. A mí me gusta especialmente el que he elegido para la cabecera del blog: esa figura solitaria que otea en lontananza me resulta muy sugerente; me habla de introspección, de reflexiones privadas, pero también de una posición privilegiada para observar alrededor. Me parece que este gato encarna, en definitiva, la actitud del escritor.

Los que siguen este blog desde el principio se habrán percatado, además, de la presencia de una sección nueva en las últimas semanas. En ella aparecen retratos de humanos y felinos emparejados; pero no son cualquier humano –ni cualquier felino, por ende-: se trata de grandes escritores y de los gatos que compartieron su intimidad y quién sabe si sus horas de concentrada labor frente a un papel. Abrió fuego el gran Cortázar, que, en su perpetua actitud juguetona, tenía un gato atigrado al que bautizó con el nombre completo del filósofo alemán Teodoro W. Adorno. Creo que, de hecho, inauguré la sección por el placer de sentirme durante un tiempo acompañada por el rostro jovial, de eterno niño larguirucho, del maestro argentino. Luego vino Patricia Highsmith, joven y de mirada felina, como el hermoso siamés al que abraza amorosamente. Y la misma Patricia Highsmith años después, con el rostro devastado, acompañada por un gato de idéntica raza que, ironías del destino, parece ser el mismo de la imagen anterior y haber resistido milagrosamente a los estragos del tiempo. En mi búsqueda por la red he encontrado además a muchos otros: el incomparable Mark Twain, sujetando un gatito minúsculo; Hemingway, en pleno caos creador y vital, rodeado por una horda de felinos hambrientos; Sartre abrazando a un gato plácido de pelo largo mientras escribe, sin duda, uno de sus terribles textos sobre la angustia de vivir. Hay quien tiene un gato que se le parece, como comentan que sucede con los amos de los perros: Truman Capote sonríe con la misma socarronería que su gato atigrado; Lovecraft sostiene entre sus brazos un felino delgado y de largas orejas, inquietante como su dueño y como los alucinados frutos de su imaginación. Tantos, tantos escritores posando con sus amigos gatunos. Esa especial relación ha hecho correr ríos de tinta, y no seré yo quien añada más reflexiones sobre el supuesto paralelismo entre el misterioso pariente del tigre que habita bajo nuestro techo desde tiempos inmemoriales y esa casta de individuos dedicada al noble arte de dejar correr su imaginación en forma de palabras. Tal vez todo se reduzca a una mera cuestión práctica: a un tipo que está abstraído en un trabajo que no atiende a horarios, nada le viene peor que una de esas encantadoras criaturas llamadas perros que acuden a exigir, correa en boca, su paseo diario a horas fijas. Mejor un ser sinuoso que preside nuestro trabajo sin molestar, que se deja querer de vez en cuando y que nos observa, impasible, con esa mirada que parece siempre ocultar algo.

Dejo para el final a los gatos que estuvieron aquí desde el principio. Uno de ellos es el de mi ex libris, y procede, como expliqué en su momento en la entrada titulada Un ex libris con historia, de la firma con la que Toulouse-Lautrec identificó una serie limitada de ejemplares de un cartel destinado a anunciar la actuación de una cantante de variedades. Es un gato con gorguera y con misterio, porque encierra en uno de sus ojos las iniciales del pintor. Y finalmente hay un felino más, el más discreto, que no se ofrece a las miradas de los que visitan este blog, pero que está siempre a mi lado mientras escribo las entradas. Es blanco y tiene nombre shakespeariano: se llama Puck, como el juguetón duende del Sueño de una noche de verano. Cuando le puse el nombre era muy pequeño y algo agreste; nada hacía predecir que se convertiría con el tiempo en un gato aburguesado y bonachón. Él preside mis horas de trabajo y lo hace de forma sigilosa: nunca me doy cuenta de cuándo llega, pero cuando aparto la vista de la pantalla del ordenador en busca de alguna idea que se me resiste, me encuentro siempre con su mirada. Nos observamos mutuamente durante unos segundos y él entorna los ojos: es su manera de sonreír. Me da tranquilidad, saberlo tumbado plácidamente a mi lado, mientras me peleo con las palabras. Es un vigía silencioso, un compañero que alivia la soledad de esta tarea sin interferir nunca en ella. Seguramente, a Julio Cortázar y a Patricia Highsmith les pasaba lo mismo con sus gatos.

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