LOS MIL MATICES DEL BLANCO

En su genial obra de teatro Arte, la dramaturga Yasmina Reza utiliza un cuadro completamente blanco como detonante de la crisis que está a punto de romper la amistad de años que une a los tres protagonistas. Yo no llego a los extremos de uno de ellos, que se gasta una cifra importante de dinero en adquirir un lienzo inmaculado que le fascina con su riqueza de matices, pero sí he de decir que este es un color que me atrae especialmente cuando aparece en un cuadro. Y, como decía el personaje de Yasmina Reza para defender su compra, lo que nos parece blanco a secas en realidad no lo es del todo. Probablemente tenía razón cuando afirmaba, ante los que se reían de su ingenuidad o se enfadaban por su imprudencia, que el cuadro en el que se había gastado una fortuna no era completamente blanco: había muchos matices en él.

Se me ocurren varios ejemplos de pinturas que me gustan especialmente y en las que el blanco ocupa un lugar fundamental. La primera ya la incluí en su momento en la sección El cuadro de la semana: es obra del para mí hasta entonces desconocido pintor franco-israelí Avigdor Arikha, que bajo el título de Anne apoyada a la mesa nos presenta a su modelo sumergida en una increíble marea de blancura. La segunda es muy popular, se titula Madre, y en ella Joaquín Sorolla demuestra cómo se puede crear una imagen de ternura insuperable con una máxima economía de medios.


La tercera pintura a la que me referiré es obra de Caspard David Friedrich y la he visto bajo varios títulos: El mar helado o El hundimiento del Esperanza (o el que yo prefiero, El fin del Esperanza, que es el simbólico nombre del barco cuyos restos aparecen atrapados entre los hielos). Me parece imposible crear una imagen más hermosa de la total desolación. Nunca olvidaré la primera vez que vi este cuadro, en una exposición monográfica organizada por el Museo del Prado sobre el pintor alemán, hace ya un par de décadas. Lo recuerdo colgado al fondo de una sala enorme, ejerciendo sobre mí un poder de atracción irresistible, con la luz deslumbrante de sus bloques de hielo.


Hace unas semanas, añadí un cuadro a mi colección de blancos. Lo descubrí en la exposición de la Fundación Juan March dedicada al pintor soviético Aleksandr Deineka. En medio de un amplio repertorio de obras destinadas a cantar el poder del trabajo y a exaltar los cuerpos atléticos de los jóvenes deportistas, relucía de forma especial este misterioso En el balcón, con su figura desnuda fugitiva y el resplandor de la toalla tendida al sol. Lamento que la reproducción no le haga justicia a la impresión inquietante, incluso fantasmagórica, que se desprende de la pintura original. El espectador tiene la sensación de que hay algo sobrenatural que emana de la prenda blanca que reluce en el centro del lienzo.


Al poco de conocer la pintura de Deineka, leí un pasaje de una novela que me la trajo inmediatamente al recuerdo. Se trata de un fragmento de Abril quebrado, la impresionante crónica de Ismaíl Kadaré sobre el código de honor que rige desde tiempos ancestrales la vida de los montañeses de Albania. La historia comienza cuando se cumple el plazo que las leyes no escritas estipulan, y el protagonista, el joven y pacífico Gjork, se ve obligado a vengar con las armas la muerte de su hermano mayor. El cumplimiento de dicho plazo no lo dictan los calendarios, ni el paso de las estaciones, ni el buen juicio de un hombre sabio: son las manchas de sangre de la camisa del hermano muerto, que lleva tendida en el piso superior de la casa desde el fatídico día del crimen, las que indican con su amarillear que la sangre se lava con sangre, y que la venganza no admite ni un día más de dilación. Gjork obedece y asesina al agresor, y pasa a convertirse así él mismo en objetivo de una futura venganza. Pero no importa: la familia de Gjork se siente satisfecha, la madre puede lavar la camisa del difunto y la tiende, blanca y reluciente, libre al fin de las antiguas manchas de sangre. La imagen de la camisa inmaculada, anuncio a su vez de futuras desdichas, me trajo de inmediato a la cabeza el recuerdo de esta prenda impoluta de Deineka, que, no supe bien por qué cuando la contemplé por primera vez, me pareció también asociada a presagios funestos. Es curiosa, esta unión en mi mente de artistas tan encontrados, el pintor del entusiasmo ante un sistema que parecía ir a cambiar el mundo y el novelista fustigador de regímenes totalitarios. Uno de los aspectos más fascinantes del arte es este juego de voces lanzadas al vacío en momentos y espacios diferentes, y que tal vez lleguen a conectarse entre sí a través de sus receptores. Un escritor, un artista plástico, lugares e intenciones distintas, y de pronto se produce el milagro, y ambas voces se hacen eco en nuestro interior, se lanzan guiños de complicidad con nuestra ayuda.

Comentarios

  1. unos cuadros fantásticos, Beatriz, he vuelto a rememorar muchas cosas...

    un saludo

    Helenacomite

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  2. Me alegro de que te gusten. A mí también me traen muchos recuerdos estos cuadros: la primera vez que los vi al natural, las personas que me acompañaban, la época de mi vida en que me encontraba... Espero volver a verte por aquí. Bienvenida.

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