GRAMÁTICA DEL CORAZÓN

Los que enseñamos gramática estamos tan acostumbrados a hacerlo a golpe de manual que perdemos de vista la profunda humanidad que entraña. Hemos olvidado el abismo que separa un plural de un singular, la emoción contenida en una primera persona o la misteriosa imprecisión que aporta un subjuntivo.

De vez en cuando, una circunstancia concreta se encarga de recordarnos que la gramática es el andamiaje de un idioma y que en ese andamiaje se apoya nuestra forma de pensar, pero también nuestros sentimientos y el recuerdo que tenemos de las experiencias vividas, la formulación de nuestros anhelos y frustraciones, incluso nuestra percepción de la realidad. No son diferencias banales el género y el número, el ingenioso baile de los prefijos y los sufijos, el repertorio de sutilezas que aportan las desinencias a la raíz verbal. Tampoco son, aunque en ocasiones lo parezca, trampas urdidas por profesores taimados para pillar en falta a sus alumnos. Todo un mundo de sentimientos puede esconderse bajo una coordinada adversativa o un verbo en condicional.

La última vez que tuve una experiencia relacionada con lo que acabo de explicar fue antes de las vacaciones de Navidad. Les había pedido a mis alumnos más pequeños que escribieran una descripción de una persona a la que conocieran bien. La puesta en común de los textos discurrió por cauces agradables; se trata de un grupo especialmente receptivo a las producciones ajenas. Desfilaron frente a nosotros progenitores, admirados hermanos mayores y hermanos menores molestos, parientes más lejanos, compañeros de clase, amigos. Como suele suceder con los alumnos de esta edad, los textos estaban plagados de detalles ingenuos y divertidos y, en ocasiones, contenían auténticas muestras de cariño infantil.

Mediada la sesión, pidió salir voluntario un niño que anunció que iba a leer una descripción de su madre. La noticia me produjo una inevitable desazón; se trata de un pequeño que ha perdido a su madre recientemente y en circunstancias muy dramáticas. El alumno comenzó a leer; el texto se abría con un estremecedor verbo en pasado: «Mi madre era…» Mantuve el tipo como pude, fingiendo apuntar algo en mi cuaderno de notas. A medida que la lectura avanzaba, fue cayendo un denso silencio sobre la clase y comprendí que los compañeros estaban al tanto de las causas que hacían que una simple descripción fuera especialmente emocionante. Pero a estas edades es fácil que alguien se quede volando en los territorios de la inconsciencia. Cuando el autor del texto terminó su lectura y todos callábamos, se oyó la jovial pregunta de una niña, gloriosamente ajena al drama que se había materializado frente a nosotros: «¿Por qué lo ha escrito en pasado?»

Hay tiempos verbales que pesan como losas.

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