LECTURAS DEL PASADO VERANO (2016) (II)

«Porque el conde Vogelstein era funcionario, como supongo habrán deducido por su espalda erguida, por el lustre de sus gafas de montura ligera y sofisticada y por ese algo, entre discreto y diplomático, en la ondulación de su bigote, el cual parecía contribuir en gran medida a la que, según los cínicos, constituye la función primordial de los labios: la activa ocultación del pensamiento.» Así se presenta ante el lector el protagonista de esta historia: apoyado en la barandilla de la cubierta de un barco, observando el trasiego de viajeros y operarios en el puerto de Southampton, en una escala de su largo viaje entre Alemania y Estados Unidos. No es una presentación casual (nada lo es en este maestro de la sutileza y los sentimientos soterrados que es Henry James), porque Pandora es una novela que habla de lo que captamos de los demás a través de la observación, de las dificultades para comprender al otro, del peso de los prejuicios a la hora de juzgar, de los sentimientos que se asumen demasiado tarde. Para ello, James se sirve de dos personajes antagónicos: un diplomático alemán destinado en Washington y una joven estadounidense a la que conoce durante la travesía que lo conduce a su nuevo destino. No en vano, la novela lleva por título el nombre del personaje femenino; si Otto Vogelstein es el observador al principio desdeñoso y poco a poco interesado, Pandora es el objeto de su atención, que va cobrando importancia hasta convertirse en el centro de su pensamiento y el motor de sus actos. Directa, espontánea, activa, llena de curiosidad, imposible de catalogar según las rígidas normas del Viejo Mundo, Pandora es una bocanada de aire fresco y un personaje enorme, que se va haciendo imprescindible para el formal diplomático y de paso para el lector. James elige como núcleo de la trama el momento sutil y resbaladizo en que los sentimientos derivan hacia el amor, cuando el que los experimenta no es todavía consciente. El lector tendrá un lugar privilegiado para observar el cambio de signo de las emociones de este personaje práctico, altivo y convencional, para simpatizar con su desconcierto y sus errores. Para observar, en definitiva, a quien está dedicado a su vez a la tarea de observar.

La víspera de casi todo comienza de un modo brutal, con el duelo entre un policía y su presa en el entorno descarnado de un paisaje yermo, castigado por el sol. El lector tal vez dé en pensar que a semejante punto de partida debe suceder de forma inevitable una cierta relajación en las páginas siguientes, pero no es así. La inmisericorde escena inicial es, como el título indica, la víspera de casi todo lo imaginable en el terreno del horror al que puede enfrentarse el ser humano. Un anciano, dos mujeres y un joven que huyen de un pasado que no son capaces de soportar se encuentran en una pequeña aldea apartada del mundo. Las relaciones que se establecen entre ellos construyen una maraña que debe desentrañar el comisario Germinal Ibarra, personaje no menos dolorido que los implicados en esa compleja red de muerte y violencia. Víctor del Árbol mantiene su novela en un delicado equilibrio, con dos líneas argumentales separadas en el tiempo por unos meses y que avanzan de forma alterna hasta confluir al final. La sensación que tiene el lector es de profunda oscuridad, de estarse adentrando sin brújula en un territorio peligroso cuya salida no se vislumbra. La historia que comenzó bajo un sol despiadado avanza luego entre las brumas del norte, en un pequeño pueblo en los confines del mundo habitado, un lugar límite en lo geográfico que también lo es por lo que supone de escenario para el despliegue de los lados más sombríos y ocultos del comportamiento humano.

Modiano se va de París, pero ―no podía ser de otra forma― París está tan presente en sus páginas como de costumbre. Si sus personajes están habitualmente perdidos en la maraña de calles de la capital francesa, que conectan con lo más profundo de sus vidas anteriores, el escritor protagonista de Ropero de la infancia es un fugitivo que ha puesto tierra y mar por medio para escapar de un hecho de su pasado al que es incapaz de mirar de frente. Las calles soleadas, las enormes playas, los mediodías desiertos de una ciudad del norte de África, las casas habitadas por extranjeros, los cafés a los que nadie se acerca hasta la caída del sol, son el escenario de los movimientos de este hombre, que una década atrás fue un autor de éxito y que ahora pretende vivir en la inane tranquilidad que le procuran el anonimato y la rutina de los días idénticos. No es el único: su trabajo en Radio Mundial le pone en contacto con un grupo de compatriotas sin raíces que mantienen en la sombra el pasado que dejaron atrás al abandonar Francia. Pero, cómo no ―en caso contrario, no sería Modiano―, algo va a poner en funcionamiento la maquinaria del recuerdo. El rostro de una joven desconocida despierta en nuestro protagonista emociones que creía enterradas y que le devuelven a su primera juventud y a su infancia, al París nocturno, de los teatros y los cafés, de los escenarios y los camerinos, que recorrió primero como hijo de una actriz y más tarde como enamorado devoto de otra. El sol de África no conseguirá iluminar del todo ese mundo sombrío, ni sacar de su indefinición los recuerdos lejanos, a medias realidad y a medias recreación, que han habitado durante décadas, silenciosos, en lo más profundo de su memoria.

Lo confieso: una vez más, una de las delicadas y hermosas ediciones de Impedimenta me ha impelido a leer una obra de la que no tenía noticias. Cualquiera que me conozca mínimamente se dará cuenta de que la encantadora ilustración de la cubierta, hecha a la manera de los retratos clásicos, tenía que funcionar como un imán para mí. El joven que desde ella nos contempla con dulzura y gravedad no es otro que Friedrich von Hardenberg, el filósofo y poeta que pasaría a la posteridad con el sobrenombre de Novalis. Con casi ochenta años, Penelope Fitzgerald realizó una curiosa aproximación a dicho personaje, en las antípodas del esperable arrebato romántico: con una serenidad que sin duda aportan los años y el mucho oficio, la novelista narra la época de estudiante universitario de su protagonista, así como su inesperado ―e incomprendido― amor hacia una jovencita que apenas ha dejado atrás la infancia. No hay nada exaltado ni tortuoso en esta historia en la que, frente al gran ego romántico, el protagonismo se diluye entre un sinfín de personajes. Conocemos a la numerosa familia de Hardenberg, a sus amigos y compañeros de universidad, a sus profesores, a sus criados, a los familiares de su amada, e incluso a alguna gloria del panorama intelectual, como el gran Goethe. Todos ellos son piezas importantes en este fresco pintado con sutileza y sentido del humor, lleno de ritmo y de inteligentes elipsis. El futuro Novalis es el único que filosofa y se deja llevar por el ensueño del amor en un universo pequeño, doméstico, en el que la colada de una familia numerosa o el ajuste de cuentas para llegar a fin de mes son los temas que de verdad importan. A pesar del distanciamiento irónico con el que está contada, La flor azul es una novela intensamente triste: ocupado en sus grandes ideales, el protagonista nos parece solo e incomprendido en un mundo dominado por la trivialidad y la dureza de la supervivencia, y en el que al final todos se ven igualados ―los que se mueven por altos valores y los que no― por el triunfo de la enfermedad y la muerte.

«No reconocimos la gravedad de nuestra situación hasta varias semanas después, cuando la nieve de las montañas ya se estaba fundiendo». Este es el magnético arranque de El secreto, primera novela de Donna Tartt y segunda que cae en mis manos después de la deslumbrante El jilguero. Con solo leer estas líneas, el lector ―o al menos esta lectora― está perdido por completo: resulta imposible apartarse de la narración realizada por el joven protagonista, del implacable encadenamiento de los hechos que conducirá a explicar la razón de lo inconcebible, el motivo del monstruoso comportamiento de un grupo de universitarios que se relata en el mismo prólogo y que no revelaré aquí. Donna Tartt lo vuelve a lograr y, como me sucedió en el caso de El jilguero, me ha tenido pendiente de sus palabras, en un estado de atónita expectación. También como en El jilguero, los protagonistas de la trama son jóvenes que transitan hacia el mundo adulto de la forma menos convencional posible. La exquisitez intelectual, la fascinación por lo distinto, la ruptura de las normas, la fuerza de la lealtad por encima de lo moralmente admisible: estos son los pilares que unen a un grupo de peculiares estudiantes de griego y que los precipitan por un camino de no retorno. Yo lo he recorrido con ellos con la vívida sensación de ser una más del grupo. Tras leer El secreto, ratifico mi impresión inicial sobre esta autora y no me cuesta nada imaginarme a una divinidad protectora del arte de novelar entregándole dones a manos llenas: la creación de personajes, la naturalidad del diálogo, las descripciones eficaces, los puntos de vista inesperados, la capacidad de enganchar. ¿He utilizado ya en esta reseña el adjetivo “deslumbrante”? Lo reitero. No se me ocurre otro más ajustado.

Las reminiscencias celestiales del título de esta novela de Elsa Morante contrastan vivamente con su carácter sombrío. En efecto, Araceli es una auténtica bajada a los infiernos: la que realiza el protagonista, un hombre de mediana edad que emprende un doble viaje en el espacio y en el tiempo, hacia el rincón perdido de Andalucía del que procede su familia materna y, simultáneamente, hacia su infancia y el recuerdo de su madre. Manuele, este viajero que entra a saco con desgarrada sinceridad en sus más íntimas pulsiones, es un personaje desolador, desubicado, solitario hasta lo patológico. Las raíces de su despojado presente se hunden en la tortuosa relación con su madre, la Araceli que da título a la novela, con la que sostuvo en los pocos años que compartió con ella un intenso intercambio de sentimientos que van desde la más profunda unión amorosa hasta el rechazo y el horror. Esta figura materna primitiva y frágil, llena de afecto hacia su hijo pero sobrepasada por los reveses de la vida, es un personaje enorme, trazado con sorprendente soltura por la autora. Es mi segundo contacto con la literatura de Elsa Morante después de su inquietante La isla de Arturo y me maravilla una vez más la valentía con la que se adentra en terrenos delicados sin gazmoñerías ni concesiones, indiferente por completo a la complacencia o la complicidad sentimental del lector. Araceli es una novela terrible sobre la maternidad y la conmovedora dependencia de algunos seres, incapaces de afrontar la vida cuando les falta su único asidero. No es una lectura fácil y en ocasiones surgen en ella escollos difíciles de atravesar: los de la implacable mirada de la autora, que nos planta frente a los ojos los aspectos menos agradables de nuestra condición, haciéndonos sentir tan desvalidos como el pequeño protagonista al que el narrador evoca en su reencuentro con el pasado.

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