LAS CÁMARAS DEL CORAZÓN

Iba a empezar esta entrada diciendo que no me gustan las historias de amor en el cine y la literatura. Rectifico sobre la marcha: Como me gustan mucho las historias de amor, no soporto la reducción a sus aspectos más edulcorados y relamidos que con frecuencia se produce en las dos grandes fuentes de narraciones de nuestra época, las películas y las novelas. Del mismo modo que me subleva la insoportable banalización a la que se somete una y otra vez, en medios de comunicación y redes sociales, a esa palabra enorme ―para mí, con mayúscula siempre― que es el Romanticismo.

Por todo lo anterior, cuando encuentro una historia de amor plasmada con intensidad y brío, con auténtica emoción, me vuelvo loca de alegría. Esto me ha sucedido en una novela que he terminado hace poco, El atlas de las nubes, del británico David Mitchell. Rectifico de nuevo: he dicho que se trata de una novela, pero en realidad podría decir que son seis, dado que el libro se compone de dicho número de historias que se van cediendo el paso como eslabones de una enorme cadena que abarca lugares, épocas, géneros y estilos muy distintos entre sí. No voy a entrar aquí en la indudable diferencia de interés que pueden generar en el lector estos seis relatos, por la simple razón de que es difícil que una misma persona disfrute de igual forma de obras tan dispares. Me limitaré a señalar mi clara preferencia por la segunda de ellas, la titulada Cartas desde Zedelghem. Es en ella donde he encontrado el pasaje que me ha inspirado esta entrada.

Cartas desde Zedelghem es, como su título indica, una novela epistolar. El remitente de las cartas que la componen es un joven lleno de talento y carente por completo de escrúpulos: un músico brillante dispuesto a vivir a costa del engaño y que logra que el lector perdone su dudosa catadura moral a base de desparpajo y sentido del humor. El destinatario es un personaje del que poco llegamos a saber, aparte de deducir que es un amigo incondicional de nuestro protagonista y que en algún momento ha sido su amante. Es una novela preciosa: delicada, sugerente, hilarante a ratos, en otros momentos llena de pasión. Contiene además exquisitos pasajes que hablan sobre la capacidad de componer y el potencial de expresión de sentimientos que posee la música. Y ya cerca del desenlace, incluye una maravillosa descripción del sentimiento amoroso.

El objeto del repentino amor de nuestro nada convencional héroe es una jovencita que durante gran parte de la novela le ha producido un fuerte rechazo. Seguro que nos suena conocido: las historias amorosas, en especial las cinematográficas, están plagadas de parejas que se aborrecen ruidosamente durante noventa minutos de metraje para descubrir por fin una previsible pasión que el espectador menos avezado ha pronosticado ya en los títulos de crédito. Pero David Mitchell lo hace muy bien; nada menos esperable para el lector ―al menos, para esta lectora― que el giro de la acción que hace que Robert y Eva, protagonistas hasta ese momento de la más arisca de las relaciones, se sitúen en una posición diferente. Así lo refleja en una de sus cartas el repentinamente enamorado Robert. Con pasión, con ternura, con asombro. Porque el sentimiento amoroso es el culmen de los enigmas: se enciende siempre en el terreno menos esperado. Un enigma que las palabras de David Mitchell consiguen explicar con desarmante claridad:

«Eva. Porque su nombre es sinónimo de tentación: ¿qué puede tocar más de cerca la esencia de un hombre? Porque el alma le flota en los ojos. Porque sueño con deslizarme entre pliegues de terciopelo hasta llegar a su habitación, donde consigo entrar, y le tarareo una melodía tan... tan dulce que viene a mí y planta sus pies descalzos en los míos, con la oreja pegada a mi corazón, y bailamos como marionetas. Después de ese beso, me dice: «Vous embrassez comme un poisson rouge!», y entre espejos iluminados por la luna nos enamoramos de nuestra juventud y nuestra belleza. Porque me he pasado la vida aguantando a mujeres idiotas y sofisticadas que se empeñaban en entenderme, en curarme, pero Eva sabe que soy “terra incognita”, y me explora sin prisa, como hacías tú. Porque es delgada como un niño. Porque huele a almendras, a hierba del prado. Porque si me sonrío de que quiera ser egiptóloga me da una patada en la espinilla por debajo de la mesa. Porque me hace pensar en algo más que en mí mismo. Porque resplandece aun cuando está seria. Porque le gustan más los diarios de viaje que Walter Scott, prefiere a Billy Mayerl antes que a Mozart y no distingue un do mayor de un sargento mayor. Porque yo, sólo yo, veo su sonrisa una milésima antes de que le llegue a la cara. Porque el emperador Robert no es un buen hombre —su mejor parte es prisionera de la música inédita que lleva dentro— pero así y todo me dedica esa sonrisa única. Porque oímos a los chotacabras. Porque su risa le brota de un agujero en lo alto de la cabeza y riega la mañana entera. Porque un hombre como yo no tiene nada que ver con esta sustancia, «la belleza», y, sin embargo, hela aquí, en las cámaras herméticas de mi corazón».

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