FIGURAS BAJO LA LLUVIA

Los novelistas primero y más adelante los guionistas de cine lo han aprendido muy bien: la lluvia intensifica las emociones. Dos personajes que se pelean bajo la lluvia parecen tener un mayor encono en su enfrentamiento, sufrir más a cada golpe. Un fugitivo nos resulta más acosado si huye empapado hasta los huesos y corriendo sobre charcos. Los personajes que lloran bajo la lluvia son un clásico. A estas alturas, sospecho que más de uno estará evocando la legendaria muerte del replicante de Blade Runner y sus últimas palabras, que forman parte de ese Olimpo de frases célebres del cine que todos somos capaces de reconocer y citar, incluso desconociendo su origen: «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia».

Pasando revista a escenas semejantes, me viene a la memoria una mucho menos conocida y de reciente factura. Pertenece a Sufragistas, película de la directora británica Sarah Gavron, estrenada el año pasado y cuya temática es evidente ya desde el mismo título. La escena a la que me refiero nos presenta a la protagonista, una joven obrera encarnada por Carey Mulligan, espiando su propia casa desde la calle. Sus acciones a favor del voto femenino han provocado la ira de su marido, su expulsión del hogar familiar y la separación de su hijo; a esta mujer hasta ese momento sumisa pero a la que el contacto accidental con el mundo de las sufragistas ha contagiado de entusiasmo y rebeldía, no le queda otra posibilidad para ver al niño que plantarse de pie en la calle y observarlo a través de la ventana. La situación es ya de por sí lo bastante conmovedora y Carey Mulligan es una actriz con una privilegiada capacidad para transmitir emociones. Y, por si fuera poco, es aquí donde entra en juego la lluvia: una cortina inmisericorde que se abate sobre la madre inmóvil en su puesto de observación. Esta mujer que se deja empapar sin inmutarse mientras atisba a su hijo a través de un cristal empañado es para mí una imagen inolvidable. Ignoro si lo fue para alguien más; el caso es que no he encontrado en la red fotografía alguna de ese momento y he tenido que acudir a dos torpes capturas de pantalla realizadas a partir del tráiler de la película. En ellas aparecen la mujer parada bajo la lluvia y el niño que la saluda apoyando la mano en un cristal surcado por las gotas.



Todo esto me ha venido a la cabeza porque el viernes pasado llovía a cántaros cuando salí de mi casa y me metí en el coche. Detenida en un semáforo, me dediqué a observar a la gente que pasaba y que era un muestrario de actitudes variadas bajo la lluvia: el deportista heroico que prosigue su carrera a pesar del agua, el progenitor que se cala mientras empuja una sillita de niño perfectamente precintada y a prueba de inclemencias, el joven poco previsor que salió de casa vestido de verano y observa sorprendido el cielo que se ha vuelto otoñal de repente. Entonces los vi. Llamaban la atención porque eran tres figuras inmóviles en medio de una escena llena de movimiento. Habían llegado junto al semáforo justo cuando este se había cerrado para los peatones y se habían quedado quietos, sin comunicarse entre ellos, como aquejados por una pesadumbre que los unía. Me llamaron la atención porque no llevaban paraguas pero no parecían impacientarse por la desafortunada conjunción del semáforo que se pone rojo y la lluvia que arrecia. Eran una pareja todavía joven y un niño que rondaría los diez años. Se estaban calando allí junto al paso de peatones, pero no les importaba. Rodeaban a un ser envuelto en una manta que llevaba en brazos el padre. Era un perrillo de pelo largo que asomaba solo la cabeza y que se dejaba abrazar con la mansedumbre de un bebé. Entonces recordé que justo enfrente hay una clínica veterinaria. Aquella familia se había echado a la calle sin fijarse en que el cielo se estaba cayendo sobre sus cabezas para llevar a su mascota enferma al veterinario.

El semáforo se abrió para los coches y tuve que reanudar la marcha. Me alejé, algo remisa. Miré por el retrovisor. Los vi detenidos todavía, sin hablar entre ellos, con los ojos fijos en el suelo por el que corrían ríos de lluvia. Con solidaridad de amante de los animales, pensé en el mal asunto que es un perro que no puede ir por su propio pie ―su propia pata― al veterinario. Me sumí en el tráfico. Desde el viernes, no paro de acordarme de esta familia silenciosa. Hoy que al fin ha salido el sol me pregunto si también habrá escampado el desconsuelo de estas personas que aguardaban inmóviles bajo la lluvia.

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